Samper
Pizano ha escrito numerosos libros de humor
crítico, obras picantes , ensayos,
libros de historia y de música, entre
otros.
En estas
páginas transcribiremos unos pocos
relatos del libro “A MÍ QUE ME
ESCULQUEN”, publicado en Bogotá
en 1980 por Editorial Pluma Ltda.
En la página 117 de su libro se encuentra
el siguiente título: ANUNCIAR
ES SORPRENDER
Aquí,
Samper critica con mucho humor algunos ”avisos
limitados” de los periódicos
bogotanos
y dice:
«Para muchos –y quizá con
razón– la sección más
interesante del periódico es la de
avisos limitados. Aunque el apremio del tiempo
no me permite tantas incursiones como quisiera
en ese mundo raro, siempre que logro sumergirme
por unos minutos en las páginas de
limitados, regreso a la superficie, como los
pescadores de perlas, con una o varias joyas.
Algunas se encuentran muy camufladas como
aquella [...] donde alguien se ofrecía
para recibir basura.
Solo había que llamar a un teléfono
que resultó ser el del alcalde [...].
La venganza bogotana estaba consumada. Había
costado 1.200 pesos a un anónimo pero
mamagallista anunciador.
Sin embargo, la mayoría de las perlas
saltan a la vista, brillantes por el juego
de su redacción, por el contenido del
mensaje o por la intromisión inesperada
del ridículo, que se puede colar donde
menos se piensa. Qué tal por ejemplo,
uno recientemente aparecido que reza: “Acepto
señorita libre, tenga conocimientos,
negocios, industria, otros”.
El lector y yo subrayamos “otros”.
También de la última semana
es el siguiente anuncio, que parece descartar
como clientes a personas enfermas:
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Por lo menos son
sinceros, en ese mundo de mentirosos que son
los limitados...». (Enero 1979)
Ahora pasamos a la
página 140 de la obra. Título:
LOS NIÑOS, ESE HORRIBLE INVENTO
En esta sección, el autor
describe a estos tiernos y dulces seres como
sus enemigos personales de quienes, según
él, siente temor, antipatía
y desconfianza, y los describe así:
«Los
niños, como la vesícula biliar,
son adorables cuando son de uno. No se puede
negar que alegran el hogar, dan compañía
y si uno se descuida pueden incluso convertirse
en el futuro de la patria. [...]
Una cosa, pues, son los hijos y otra, los niños.
Están muy bien los hijos. Pero convengamos
en que los niños –que son los hijos
de los demás– resultan odiosos.
Yo, personalmente, me siento incómodo,
nervioso e inseguro ante ellos. Son gente que
reacciona de las más raras maneras. Muchas
veces pasó que me correspondía,
en el asiento del lado en un bus o en un avión,
uno de esos pequeños monstruos de ojos
grandes que lo observan a uno en silencio y
con la boca abierta mientras la mamá
conversa con la vecina en el puesto de más
allá. Queriendo congraciarme con el inquietante
espía de tres años, le hice una
mueca (me avergüenza confesarlo y me sonrojo
al solo pensar en ello), le guiñé
un ojo o le sonreí grotescamente. Pero,
lejos de provocar una respuesta de simpatía
en el niño, lo que hice fue espantarlo
y suscitar primero un terremoto de sollozos
y enseguida un llanto estridente y descarado.
El epílogo fue siempre el mismo: La mamá
se volteó asustada por el berrido del
pequeño, éste me señaló
mientras balbuceaba –entre mocos y lágrimas–
cosas ininteligibles, y la madre acabó
rescatando su pequeño Frankestein y alzándolo
en los brazos con una mirada digna. En esos
momentos, colorado hasta las orejas y objeto
de todas las miradas, quise que el avión
se cayera o que al bus se lo tragara la séptima.
Precisamente me mortifica esa facilidad que
demuestran los niños para la lágrima.
Lloran por
todo. Si la comida no es de su agrado, berrean
que parte el alma. Si los padres quieren ir
a cine, lanzan chillidos para hacer pensar a
los vecinos que los están quemando con
una plancha; [...] ¿Cómo puede
le mundo cifrar sus esperanzas en gentes que
adoran la compota fría de hígado
con mermelada? También son monotemáticos:
si les gusta un chiste, una mueca, una pequeña
pantomima, la harán repetir mil veces.
Y en todas las ocasiones se reirán y
pedirán otra. Hasta que el adulto indefenso
y desesperado, pone fin a la función.
Entonces vienen los pucheros, los sollozos,
el berrido...
Los niños son sucios. Comen mocos, juegan
con lo que encuentran en los pañales,
se pipisean en los pantalones, se chupan el
dedo gordo del pie. Los niños son sapos;
acusan, cuentan los secretos, anticipan las
sorpresas, revelan los escondites. Los niños
padecen el terrible vicio de la sinceridad.
Si uno le comenta a un amigo que faltó
a la reunión porque estaba enfermo, siempre
estará el niño listo para aclarar
que no era que el papá estuviera enfermo
sino que prefirió irse a comer a la casa
de tío Ernesto, que es el rico de la
familia. Los niños son chismosos: Papi,
¿este señor es el que mami dice
que es un viejo pendejo?»... (Mayo, 1979)
Del relato MIS ENCUENTROS CON EL PAPA
(pág. 157), transcribimos los
últimos cuatro párrafos:
... «Un poco después, hacia noviembre,
el turismo periodístico me condujo a
Roma. Y, una vez en Roma, la agencia de excursiones
me empacó en un tour que abarcaba una
larga colección de visitas relámpago
a lugares de interés dentro de la ciudad.
No quise saber ni siquiera cuáles eran,
porque lo más práctico es colocarse
en manos de los guías que despachan,
con la misma rapidez, la explicación
del David de Miguel Angel y la indicación
sobre la ubicación de los excusados para
caballeros en la estación de bus. Así,
pues, que llegué sin premeditación
ni especial entusiasmo al último punto
del programa: audiencia colectiva con el Papa.
Estas audiencias, para los que crean que es
una reunión privada con el Santo Padre,
son en realidad multitudinarias congregaciones
de peregrinos (que es el nombre religioso del
turista) en las cuales el más afortunado
de los presentes logran divisar al Papa a unos
50 metros de distancia. Esta vez, sin embargo,
volvió a suceder una cosa rara. A diferencia
de sus antecesores, que despachaban bendiciones
desde lejos a la audiencia, el Papa quebró
las normas de protocolo y se acercó hasta
la horda de fieles que lo miraba y aplaudía.
Saludó de manos a muchos, alzó
a un niño, lo tiró al aire, le
hizo dar tres saltos mortales antes de volverlo
a recibir con sus manos como palas, sonrió
de cerca a algunos peregrinos sicilianos y regó
una ducha de carisma en la atiborrada asamblea
que lo vivaba como a una estrella del cine o
una luminaria del rock. contagiado, yo también
aplaudí y, cuando acababa de pasar frente
a mí, grité el nombre de Colombia.
El Papa se volvió de inmediato, me miró
y me envió una bendición especial.
Fue mi primer encuentro con Wojtyla.
Y ocurrió que hace pocos días,
cuando me hallaba en Nueva York, me enteré
de que en pocas horas estaría arribando
el Papa. El segundo Pontífice que viaja
a Estados Unidos en la historia iba a llegar
justamente cuando yo me encontraba allí.
Una vaga señal divina parecía
advertirse en la rara coincidencia, así
que me preparé. Conseguí el mapa
de la ruta papal y me ubiqué el martes
en la Primera Avenida con calle 47, dispuesto
a verlo pasar. Así fue. A las 9 y 42
a.m. el Santo Padre desfiló por esta
esquina en un carro descubierto y podría
jurar que, al avistarme entre el cordón
de gente, pareció hacer un esfuerzo por
reconocerme. Volé, entonces, a la calle
72 con Segunda Avenida, por donde debería
circular hacia la una y media. A la una y cuarenta
estuvo allí y sostuvimos nuestro tercer
encuentro. Creo que esta vez sí me reconoció,
pues sonrió abiertamente y ya no me mandó
bendición sino que agitó la mano
con entusiasmo...
Me quedaba una oportunidad más al día
siguiente, cuando el Papa saliera hacia el aeropuerto
de La Guardia. Me ubiqué cerca a Grand
Central Parkway en medio de miles de neoyorquinos
curiosos y esperé con paciencia a que
surgiera la limusina negra donde viajaba el
Papa blanco.
Cuando lo vi aparecer tuve la sensación
de topar con un viejo amigo, el de México,
el del Vaticano, el de la Primera Avenida con
47 y la 72 con Segunda. Quise gritarle: ¡Karol!
pero pensé que podía ser incómodo
para él. Lo cierto es que esta ocasión
sí no dejó dudas. Al verme, suspendió
las bendiciones y me hizo un gesto con las manos
abiertas, las palmas hacia arriba, y los hombros
encogidos, como diciendo “y usted sí
ni más, ¿no?”. Yo le contesté
más o menos de la misma manera “ahí
la misma vaina”, y nos despedimos. Ese
fue mi cuarto encuentro con el Papa. Al otro
día, en vuelo de regreso a Bogotá,
proyectaron una película de 1977 llamada
“Foul Play” cuya trama versa en
torno a un Santo Padre , muy parecido a Wojtyla,
que viaja a Estados Unidos y se dirige a la
asamblea general de la ONU. Me pareció
que tanta coincidencia ya no era solo obra del
Papa sino que había algo de humor celestial
en el asunto.
Lo cierto es que en mis últimos viajes
no ceso de encontrarme con el Papa, y estoy
seguro que él debe estar comentando lo
mismo sobre mí con sus camarlengos en
este instante. Me muero de ganas de ir a El
Campín la semana entrante, porque presiento
que allí volveré a toparme con
el Papa. Además, ambos estaremos apoyando
a los cardenales.» (Octubre, 1979)
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